lunes, 6 de julio de 2009

El cortometraje más repetido en donde nunca pasa nada.

Empieza la escena.

Estoy en Rivadavia y Olivera y Lacarra, punto de partida del primer colectivo de América, según cuenta la leyenda. La noche está gris y las luces se difuminan ante la vista, generando esa especie de aureola a su alrededor. Empiezo la caminata, distraído. Si conoceré estas veredas, cumpa. El café de enfrente con sus mil remodelaciones, el autoservicio que tuvo el primer pan caliente del barrio. Algún cibercafé del que me echaron, el pelotudo ahora se muere de hambre. 

En la cuadra siguiente es todo angustia, no me extraña que no te guste caminar por la ribera izquierda. El pueblo fue quien lo recuperó. La policía no está más. Ni me quiero imaginar lo que debe haber sido vivir por ahí, con los gritos en la noche. Es preferible no imaginarlo, no.

Llegando a la esquina me encuentro con esta piba.. no me acuerdo el nombre. La conozco y posiblemente ella a mí, pero nunca nos hablamos. Típico de la raza de ciudad: anónimos no-anónimos, gente que se conoce y se ignora. Un falso anonimato que es la máscara del terror de nuestra gente, el miedo a todo, el aislamiento progresivo. La muchacha tiene unos labios carnosos, rojos; y unos ojos negros insondables. Ella es un placer, caminando mientras su pelo lacio rebota sobre sí, ignorándome o reconociéndome. La veo muy poco.

Entre Rafaela y Cajaravilla hay poco para destacar, es una cuadra que pasa de largo. En frente sí, hay una curiosidad, que es el pasaje Checoslovaquia: mi sospecha es que al terminar de recorrerla te aparecés en otro barrio, en especial si el día es soleado y no hay nada que perder.

Siguiente cuadra, cuna de una pizzería en la que nunca compré, ¡dos! peluquerías a las que nunca fui y una fábrica de pastas atendida por dos viejas más que entrañables: se deben llamar Rosa y María, o Carmen, o Mirta. También hay una fábrica o comercio industrial de algo. No me preguntés de qué, no tengo la más puta idea. Son 18 años en el barrio eh, y nunca lo voy a saber. Una farmacia y una carnicería que alguna vez fue furor son otros adornos del arbolito.

Párrafo aparte para una tercera peluquería. Una pretendidamente moderna, pretendidamente Paulino Acosta, Roberto Giordano o cualquier nombre-apellido ítaloargentino snob; atendida por dos paisanos de Boedo. Ahí fue el inapropiadísimo lugar donde aprendí todo lo que sé sobre grunge y toda la movida yanki de los noventa, desde Nirvana o Pearl Jam hasta Staind, pasando por Queens of the Stone Age y Stone Temple Pilots; todo de la mano de un flaco alto que se llamaba Carlos, desgarbado y erudito del cuero cabelludo, y que ya no está en el local. Mis cortes de pelo -siempre a criterio suyo por mía decisión- eran amenizados por su banda o por algún tema de AC/DC; siempre con teoría musical avanzada o interpretación de letras. No se dónde está. Como souvenirs suyos tengo la discografía de Alice in Chains, otro cd y también haber sido la primer persona que conozca que detesta a mis bienamados Beatles. "Son cuatro pelotudos", me decía. Me caía bien hasta que decía eso. Pero no sé a quien voy a acudir en mi próxima sesión.

Atravieso el mar de adoquines que es Alberdi para adentrarme en la antesala de mi barrio, una manzana repleta de casas coloniales, antiguamente las quintas de 'las afueras' del centro. Casas enormes, que ahora están divididas en varias cada una y vaya si sobra espacio. Enfrente hay locales de todo tipo, panaderías, chinos, kioscos, y una dietética atendida por la vendedora de cereales más loca que conozcan. También hay una calle Bonifacio que, según alguno de los míos, no tiene nada que ver con su continuación del otro lado del rancho. Es verdad.

Entonces llego a mi barrio. Un oasis verde, sin dudas, con moles de cemento alla Perón. Frustrada cuna de un loquero.. aunque locos sobran, creeme. Tambien pedestales de algunas almas que se creyeron voladoras: una pena.

Entro a mi edificio, subo las escaleras, abro mi puerta.

Termina la escena.

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